El 8° Pasajero. Semental: Jugar a la Ruleta rusa

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A veces no se tiene que apostar nada, sólo se juega la filosofía misma en nuestros saberes, en el cuerpo; el espacio privado nos engaña, deja de ser seguro para adoptarse en su verdadera naturaleza, la máquina de muerte hecha una casa. “Y nosotros estamos en el infierno y una parte de nosotros está siempre en el infierno, puesto que estamos emparedados en el mundo de las malas intenciones”.

El Semental (apodo que le daban de chavito porque se cogía a todas las morras del Estado) no paraba de tragar el humo con filtro de su Malboro. “yo sólo soy activo    no más   así   les doy duro y bien rico   je    y chingón    porque no me preñé a ninguna     no me venía o las volteaba y las lecheaba en su culo o espalda     ya después pos puro hombre”.

Apenas cumplí 28 años y ya tenía en mi nuca la fría boquilla de un calibre 22 debatiendo si seguiría vivo o no. Antes de jalarle a la suerte percibí el colmillo afilado de Isaac, realmente parecía disfrutar de mi miedo interno, cerré mis ojos y dije “Buum”. El crujir del arma me calmó demasiado, Isaac tomó su San Judas y le dio un beso de la suerte, cogió el Revólver y jaló sin miedo, no hubo bala, de hecho nunca tuvo balas ese instrumento de la belleza y la muerte. Guardó su arma en mi parte trasera y se acercó a mis respiraciones, colocó mi mano en su pantalón el cual reventó su botón y me puse a masturbar su envergadura por puro instinto. No era un gran pene, pero esa sonrisa malosa era signo de que cogía como un cabrón sin piedad, decidí bajarlo en Centro Médico.

Isaac es albañil, tiene 32 años, pero su rostro ha vivido más de 50. Su aliento es tabaco y jarabe de Agave. Viene de la obra y se le antoja preñarme, pistear y si su santo se lo permite conseguir Roca para fumarle como buen boterito.

Me abraza de forma cordial y elegante, se va con sus calcetines de colores diferentes, un pantalón roto y una chamarra de lana llena de cemento. No se da cuenta, dejó su Revólver en mi parte trasera.

 

El 8° Pasajero. Destino destino.

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A sus 26 años ha cogido con una cantidad inmensa de hombres, podría presumirse que al menos, por semana, entabla entre una y tres relaciones sexuales con distintas personas que a su vez los obliga a más de un acto coital. Camilo se define de la siguiente manera “soy un buscador de sexo, me gusta conocer vergas: grandes y chicas, de colores y tamaños, quiero que me metas tu verga que está bien grandota y de color carnita, así, bien linda, como la de un niño vergudo”. Por primera vez una persona describe de forma peculiar mi pene. Le tomo una foto, su rostro y cuerpo parecen de treinta y tantos años. Es extraño, pero esa necesidad de tener sexo, es el resultado de su cutis, de su piel y su cuerpo que parecen ligeramente agotados o sumidos por una falta de vitaminas u otra clase de felicidad que alimentan los cuerpos. Al dedicarle la mayor parte de su tiempo al sexo, está cayendo en una tonalidad grisácea que no se antoja probar a pesar del poder económico con el que cuenta. Zygmunt Bauman define a este tipo de personas como Homo sexualis. Desde el momento en el que toman conciencia (sea culturalmente aprendida, por gusto, por una misteriosa hambre insaciable, por domesticación o cualquiera que fuera la razón) dedican la mayoría de su vida a buscar sexo dividiendo su mundo en dos planos: Trabajo/Busqueda. “El homo sexualis no es un estado y menos aún un estado permanente e inmutables, sino un proceso, minado de ensayos y errores, de azarosos viajes de descubrimiento y hallazgos ocasionales, salpicado de incontables traspiés, de duelos por las oportunidades desperdiciadas y de la alegría anticipada de los suculentos platos por venir”. A menos de una semana de conocerlo he recibido 100 mensajes pidiendo sexo desesperadamente. Le entrego su foto, me niego a querer exponer mi cuerpo desnudo, le entra la ira, se va al último vagón a desquitar su frustración con otro octavo pasajero, decide estallar en putería, coge coge coge y coge hasta calmar la furia del rechazo. Pasa el tiempo, recompone su estabilidad, se siente solo, su frecuencia sexual baja, necesita buscar en su bolsillo de contactos abandonados una dosis de penetración anal. Vuelve a escribir, esta vez trata de ser más negociable, incluso me ofrece dinero, no puedo aceptar, no nací para chichifear. La luna menguante golpea mi mente, no tengo respuesta, dejo sus mensajes fluir y me pongo a escuchar Energy Flow de Ryuichi Sakamoto como si fuera una oración que viaja a través del espacio. A lo largo de los libros y un par de verdades científicas, pierdo mi espíritu sexual y no esa fuerza física que diario me cosquillea, más bien, desaprendí  a querer tener sexo (o al menos ya no tan al aventón). Destino destino, parezco atrapado en tu rueda magnífica, estoy entre el hermoso río de la sabiduría y el instinto sexual, soy preso de los dos y no sé cuál escoger, soy duda y lo que sigue después de esa palabra. Me encierro en mi habitación, bebo mucha agua, el sabor me da tranquilidad, sabor a nada. Dejo volar los mensajes de Camilo, le pido de corazón volver al último vagón a desquitar su calentura, no temo, no temo… aceptaré la rueda del destino destino si es que en un futuro nadie quiere coger conmigo, aceptaré la verdad y renunciaré a lo que muchos especialista llaman “hambre de piel”, no me sumergiré en una alterada pederastia para coger con chavitos, no pagaré chacales, ni me someteré a vibradores parlantes, no buscaré un refugio contra la soledad, sólo aprenderé a confiar en la rueda del destino destino…

Amor que no se atreve a decir su nombre, yo te invoco en medio de la orgía en la cual me tienen prisionero y no quiero participar.

El °8 Pasajero. El triunfo de Marco Antonio.

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Marco Antonio me pide dormir en su cama, vive por Tlahuac. A lo largo de su corta vida ha luchado por escapar de esa pobreza reflejada en su familia donde todos conviven aprisionados por el yeso y tabique de dos habitaciones, una sala-comedor y un bañito en una vecindad cualquiera por el Estado de México. Marco vende Tenis, un paso a la vez y mucho esmero hasta obtener un pequeño cuartito con quién compartir momentos de dicha y amargura. Parece emocionado, le frustra que su celular no funcione y no pueda marcarme; le entrego mi número en un pequeño pedazo de papel, me sigue insistiendo dormir bajo sus brazos morenos, mirada infantil y apetitos sexuales de meterme el pito de la manera más cordial y amigable (caballerosamente me pide acariciar mi trasero, lo hace con suma delicadeza y calor).

Le abrazo, le digo que vuelva a su casa, es tarde y debemos regresar a nuestros mundos para reponer fuerzas y seguir viviendo nuestros cotidianos, cuando me despido, descubro que Marco llevaba toda la noche ligando, luchando contra su propia soledad. Esta luna parece triste por no dormir con un chico como yo, pero se siente orgulloso, derroto la soledad en el último lugar donde los hombres prometieron amar.

La soledad es una emoción universal que es tan latente y visible aunque no podamos decirla. Con el paso de los años luchamos contra esta palabra y descubrimos que hay momentos donde ella triunfa sin darnos cuenta. No me gusta la soledad porque parece que las personas en el fondo la desean, es tan frustrante porque las personas desean la peor imagen de nosotros, la más perversa y oscura, tan es así que cuando mostramos nuestra luz se alejan, temen a nuestra pureza, a nuestros buenos sentimientos que dicen ser baratos, de baja calidad e ilusos. Pueden serlo, pero son humanos y no por ello valen más o menos.

Marco vuelve a casa, me manda mensajes, me dice “Amor” para decirse a sí mismo que derrotó la oscuridad.

El tiempo pasa y yo también deseo volver a la luz, mí luz en la cual sonrío sin miedo a caer del cielo ajeno.